Fe y Devoción

Anunciación del Señor, 25 de Marzo – Lucas 1,26-38

En este día celebramos en la Iglesia la solemnidad de la Anunciación de María y la Encarnación del Hijo de Dios. ¡Dios que se hace hombre como nosotros!…

¡Cuidado que la ciencia y la técnica modernas están orgullosas de haber conquistado el cielo! Eso de subir a la Luna y de lanzar sondas y naves espaciales hasta Júpiter y Saturno, eso de soñar hasta en una estrella…, todo eso nos sobrecoge, nos entusiasma, nos dignifica… ¡Gloria a Dios en esas alturas!

Pero cambiamos la dirección de nuestra mirada, y vemos hoy cómo Dios hace al revés. No se sube más alto de la Tierra. No se esconde de nosotros en estrellas inalcanzables. Sino que desciende hasta nosotros desde lo más encumbrado de los cielos y se encierra en el seno virginal de una Mujer.

Viene humilde y escondido, el que va a ser la luz del mundo.

Viene en carne humana, para hacernos participar de la vida de Dios.

Viene mortal, para hacernos a nosotros inmortales.

Viene pobre, para llenarnos de las riquezas divinas.

Viene a la Tierra, para llevarnos a nosotros al Cielo.

Nos sabemos más que de memoria la escena de la Anunciación del Angel a María, porque la leemos centenares de veces en el culto de la Iglesia.

-¡Salve, María, la llena de Gracia! ¡El Señor está contigo!

Es el piropo que el Angel lanza a María de parte de Dios, lo pone en nuestros labio s para que nosotros se lo repitamos también, y a nosotros no se nos cae de los labios. ¡Cuidado que se lo diremos miles de veces a María a lo largo de nuestra vida entera!…

– Aquí está la esclava del Señor. ¡Que se cumpla en mí tu voluntad!

Es la respuesta generosa de María. Nosotros hacemos también nuestras estas palabras, y, con la ayuda de la gracia, se las sabemos repetir a Dios en los momentos difíciles de la vida, porque le hemos pedido muchas veces a la Virgen:

  • ¡Madre de todos los hombres, enséñanos a decir amén!, Y Ella nos lo ha enseñado de verdad….

El fruto de la respuesta libre de María a Dios no se hizo esperar un instante:

  • ¡Y el Hijo de Dios se hizo hombre!

Dios —nos dice bellamente Juan—, echó su tienda de campaña entre nosotros. Nuestra fe no nos engaña, y vemos a Jesús, el Hijo de Dios e Hijo de María, lleno de gracia y de verdad.

Lo vemos y le queremos.

Le amamos indeciblemente, y Él nos llena de su vida divina, porque al hacerse hombre, nos sigue diciendo Juan, nos da a nosotros la capacidad de hacernos hijos de Dios…

Con la Encarnación del Hijo de Dios, la Humanidad entera y hasta toda la creación han quedado enaltecidas. De ahora en adelante, Dios mira su obra con unos ojos nuevos. Todo se centra en Jesucristo. Y será Jesucristo quien al final renueve todas las cosas y las haga partícipes de la gloria del Resucitado.

Este anuncio del Angel a María y el hecho de hacerse hombre el Hijo de Dios no constituyen solamente una página inigualable del Evangelio, sino que son también para nosotros una continua inspiración para nuestra vida cristiana.

¿Envidiamos a la Virgen porque ha quedado convertida en la Madre de Dios? Habría para envidiarla si el amor no nos hiciera estar locamente orgullosos por la gloria de nuestra Madre celestial. A nadie de nosotros nos cuesta nada hacernos nuestras las últimas palabras que escribió Santa Teresa del Niño Jesús antes de morir:

  • Oh María, si yo fuera la Reina del Cielo y tú fueses Teresa, quisiera ser yo Teresa a fin de que tú fueses la Reina del Cielo.

Pero, es que no envidiamos a nuestra Madre por haber llevado en sus entrañas al Hijo de Dios. Porque no hay lugar para una envidia imposible entre Madre e hijos. Más bien, María se convierte en la imagen y modelo de nuestra realidad cristiana.

¿Cumplimos como María la voluntad de Dios? Jesús dijo que quien cumple la voluntad de su Padre celestial se convierte en madre, hermano y hermana suyos.

¿Vivimos siempre la Gracia de Dios? Entonces nosotros, por la fe y el amor, llevamos a Jesucristo dentro del corazón.

Por su gracia invade todo nuestro ser.

Por la Eucaristía, cada vez que comulgamos, entra en nosotros aquella misma carne que Él tomó de las entrañas de María.

Así María, imagen de la Iglesia, es imagen y ejemplar nuestro hasta desde la perspectiva de su Maternidad divina. Como Ella, también nosotros llevamos al Hijo de Dios en nuestro ser entero. Y como Ella, nosotros también sabemos dar Jesucristo a nuestros hermanos.

¡María, Madre de Dios, bendita seas!

¡Bendito seas, Jesús, Hijo de María y Hermano nuestro!

¡Tú no te subes más arriba de lo que estás para alejarte de nosotros, sino que bajas a la Tierra para subirnos al Cielo!…